Jesús, antes de ser crucificado y resucitar, les hizo una hermosa promesa a sus discípulos y amigos: Que Él y su Padre les enviarían su Espíritu para que jamás sintieran que estaban abandonados o solos sobre la Tierra.
También les pidió que se quedaran en Jerusalén todos reunidos hasta que se cumpliera su promesa.
Muchos días estuvieron junto a la Virgen Madre, permanecieron juntos, rezando y conversando de Jesús. Eran hombres y mujeres que tenían miedo, que no se atrevían a hablarle a la gente de su maestro. Todavía sentían que les podía pasar lo mismo que a Jesús: que los mataran por ser amigos del Crucificado.
Jesús cumplió su promesa, siempre las cumple. El día de Pentecostés, cuando recibieron el Espíritu Santo, estos hombres se transformaron: se llenaron de coraje, sabiduría, se les aclararon todas las cosas que no habían entendido mientras habían estado con Jesús. Salieron a las calles y a toda voz empezaron a hablar de Jesús y a explicar su mensaje.
El Espíritu Santo es alguien que no podemos ver, pero que existe. Es como el amor; más bien es el Amor, el amor de Dios, que no vemos, pero sentimos.
En el amor encontramos la verdadera felicidad. Cuando estamos con amigos o con nuestra familia somos felices, el Espíritu de Dios está presente en ese momento, está presente siempre, nos permite sentir cosas que no podemos explicar con palabras. Amamos y somos amados; esto nos hace sentir la verdadera felicidad que proviene del amor infinito de Dios. El Espíritu Santo es quien hace presente a Dios en nuestro corazón.
La Palabra de Dios nos dice:
"Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa donde estaban reunidos. Se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse.